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domingo, 15 de abril de 2012

El síndrome que solo mata niños


La primera vez que el doctor Warren Cooper oyó hablar de la misteriosa enfermedad del cabeceo fue en 1998, en el destartalado y rudimentario hospital donde trabajaba, en la ciudad sursudanesa de Lui. Pero las preocupaciones del cirujano se ceñían entonces a mantener unas mínimas condiciones en el quirófano y a atender a los miles de heridos de la larga y sangrienta guerra civil que devastaba Sudán en esos años.

Con el tiempo, las historias que le contaban algunas familias empezaron a llamar su atención. Los padres aseguraban que sus hijos padecían unos extraños ataques que les hacían balancearse de atrás adelante, especialmente cuando comían. Los niños sufrían además mareos, convulsiones y pérdidas de consciencia. Eran los primeros síntomas del síndrome del cabeceo, una enfermedad desconocida entonces y que en 10 años ha matado a miles de niños en Sudán del Sur, Uganda y Tanzania, según las autoridades sanitarias, que han señalado un aumento de casos en los últimos años. Los relatos que escuchó el cirujano eran también el principio de un enigma científico que sigue irresoluble hasta la fecha.


Cooper, un médico misionero que trabajaba para la ONG cristiana La Bolsa del Samaritano, visitó las aldeas de la zona y grabó horas de vídeo con los pacientes. Los afectados apenas podían hablar y sufrían un retraso mental. Muchos ni siquiera lograban mantenerse en pie y tenían cicatrices causadas por los continuos golpes que se daban contra el suelo. "La enfermedad avanzaba con el paso del tiempo y los niños mostraban cada vez más síntomas de malnutrición. Tenían problemas para atender en la escuela y finalmente acababan presentando discapacidades mentales", recuerda Cooper desde Kansas, en Estados Unidos.

En una ocasión, Cooper atendió a un paciente que había caído al fuego y se había quemado la cara; en otra tuvo que amputar las manos de una niña con heridas similares. El cirujano informó a las autoridades médicas del misterio y les envió los vídeos que había grabado. "Intenté conseguir ayuda de varias organizaciones", comenta el médico. "Llegaron varios equipos de la Organización Mundial de la Salud. Uno de ellos contaba con especialistas en enfermedades infecciosas, toxicología, neurología y epidemiología. Hicieron encuestas y tomaron muestras biológicas. Los resultados no fueron concluyentes".

Una década después de que Cooper y otros médicos alertaran a la comunidad científica, el síndrome del cabeceo (nodding syndrome) continúa siendo un misterio que por ahora afecta exclusivamente a niños de 5 a 15 años en tres zonas de África oriental: Sudán del Sur, norte de Uganda y sur de Tanzania. El cabeceo es solo un síntoma de esta especie de epilepsia que se produce en la mayoría de los casos cuando los niños tienen frío o empiezan a comer. Pero las consecuencias van más allá. La enfermedad afecta al crecimiento y al desarrollo del cerebro. Los espasmos se hacen más incontrolables con la edad y acaban consumiéndoles hasta provocarles la muerte. A veces, esta llega antes si los niños, en uno de esos ataques, caen al agua o al fuego.
"Durante mi estancia en Sudán, intenté llamar la atención sobre la enfermedad", prosigue Cooper, "pero no parecía haber mucho interés sobre un mal que afectaba a una pequeña área de una zona destrozada por la guerra". "Afortunadamente, eso está cambiando", concluye el cirujano.

Eso está cambiando por el alarmante aumento de casos que se está produciendo, según las autoridades de Sudán del Sur y Uganda. Aunque no hay cifras exactas, las investigaciones parecen confirmar la existencia de miles de afectados.

En el oeste de Sudán del Sur, los ataúdes son últimamente demasiado pequeños. Junto a los tukuls, las típicas chozas de barro y paja, los hombres cavan las tumbas de sus hijos, destrozados por la enfermedad. La escena se repite en algunos reportajes emitidos por televisión. Entre un grupo de niños que juegan en el poblado, uno cabecea junto a un árbol sin que los demás le presten atención. Luego el niño cae al suelo y entra en una especie de letargo que dura unos minutos. Después despierta, como si nada hubiera pasado, aunque su rostro sigue aturdido. A veces es frecuente verles atados al tronco de los árboles para evitar que se adentren en el bosque y se pierdan.


Nadie en las aldeas tiene explicación para lo que les pasa a los niños. Los más viejos han contado a los investigadores las teorías más peregrinas. Los dinka, la tribu mayoritaria en Sudán del Sur, culpaban del mal a la costumbre de algunas tribus de comer carne de mono. La superstición también sembró dudas sobre las vacunas occidentales, las armas químicas utilizadas durante los conflictos, los matrimonios entre los miembros de algunas tribus con desplazados de la guerra, el ataque de unas moscas y otras causas sobrenaturales, según relataron en 2011 a un grupo de expertos sudaneses en Witto Payam, al oeste de Sudán del Sur. (Investigation into the Nodding syndrome in Witto Payam, Western Equatoria State, 2010, Southern Sudan Medical Journal).

Ninguno de los investigadores que estudiaron los casos encontró ni una sola prueba que apoyara estas teorías. En otras ocasiones han sido los propios científicos los que han anotado curiosidades que solo han servido para oscurecer aún más el enigma. A principios de la década, algunos estudios señalaron como curiosidad que los ataques solían producirse cuando los niños ingerían comida local, normalmente un plato de alubias y fécula. Los científicos señalaban que, aparentemente, las barritas de chocolate y otras golosinas que los niños jamás habían probado previamente no habían causado el mismo efecto.


Por supuesto, los curanderos locales tampoco han encontrado remedio para aliviar la enfermedad. En Witto, los jefes de la comunidad determinaron que lo mejor sería aislar a los niños que padecían los ataques. Los afectados dormían solos, bebían solos y comían solos. Pero eso no sirvió para que no hubiera más casos. Una de las pocas cosas que parecen estar claras, según todas las investigaciones, es que el síndrome no es contagioso.

Lo único que ha servido para calmar los ataques, o más bien para distanciarlos en el tiempo, ha sido el fenobarbital. El pediatra ugandés Martin Otine utilizó este frecuente anticonvulsivo a principios de la década para tratar a los pacientes. "Algunos mejoraban, pero solo temporalmente", señala el doctor Cooper, que intentó hacer una biopsia cerebral a un niño que había fallecido. "No conseguí que me dejaran, probablemente por razones culturales".

En Lui, la ciudad donde Cooper trabajó durante cinco años, hay familias en las que dos o más niños tienen la enfermedad. La revista The Lancet encontró en 2003 casos como el de la familia Badi. Charity Badi, madre de seis niños, tres de ellos afectados por el síndrome, lo relataba así: "Mis hijos estaban creciendo bien. Entonces empezaban a dejar de comer y a cabecear. La enfermedad venía y les atacaba". Otro testimonio publicado en la revista médica, el del administrador de Amadi, señalaba: "Hace tiempo ni siquiera veíamos la enfermedad. Ahora nuestros hijos ni siquiera pueden crecer".

Enfermedad parasitaria
La principal pista que siguen los investigadores se encuentra en una enfermedad común a las tres zonas donde se han dado casos del síndrome del cabeceo. Se trata de la oncocercosis o ceguera del río, una enfermedad parasitaria causada por un gusano llamado Onchocerca volvulus que es transmitido por varias especies de moscas negras. Efectivamente, el gusano es un habitual en Sudán del Sur, Uganda y Tanzania, pero también lo es en otros países africanos, asiáticos y sudamericanos donde no se ha documentado ni un solo caso del síndrome del cabeceo.

El Centro para el Control de Enfermedades, en Atlanta, sigue esa pista desde hace un par de años. En su último informe, de enero de 2012, el centro proporciona datos que apuntan a algún tipo de asociación entre ambos males.

Los investigadores evaluaron a 38 pacientes que padecían el síndrome en dos localizaciones del oeste, Witto y Maridi. El 76% de los niños con el síndrome tenía oncocercosis. En los que no padecían la enfermedad, la prevalencia era solo del 47%. Los investigadores no tienen la más remota idea de cuál de las dos enfermedades surgió primero. Los datos tampoco son concluyentes porque, según el informe del CDC, la coincidencia de ambas enfermedades solo era significativa en Maridi, una zona semiurbana. En el poblado de Witto, la coincidencia solo se daba en un 58% de los pacientes. "Lo que sabemos es que los niños con la enfermedad del cabeceo tienen más probabilidades de tener oncocercosis. Pero no estamos seguros de que haya una relación causal", explica el epidemiólogo Jim Sejvar, del CDC.


"No tenemos ninguna prueba de que el parásito esté entrando en el sistema nervioso. Se necesitan más estudios para entender la etiológía de este posible nuevo tipo de epilepsia", había declarado años antes, en 2008, Andrea Winkler, autor de un estudio que analizaba casos del síndrome en la localidad de Mahenge, al sur de Tanzania. Este país pudo ser el primero en el que se registraron casos del síndrome. A principios de los sesenta, la doctora Louise Jilek-Aall había descubierto que la tribu wapogoro, en las montañas de Mahenge, hablaba de un mal que les estaba aniquilando. Le llamaban kifafa y quienes lo padecían sufrían convulsiones y un extraño cabeceo. Los wapogoro creían que estaban malditos y los apartaban de la comunidad. La doctora les proporcionó medicinas para tratar la epilepsia y trató de aliviar sus miserables vidas con la fundación de la Clínica de Epilepsia Mahenge. La relación entre los brotes de Tanzania y los de Uganda y Sudán del Sur no ha sido comprobada del todo.


Para el CDC, el síndrome del cabeceo se ha convertido en una prioridad. Ocupa el primer lugar en una lista de las enfermedades que está investigando. Desde 2009, sus expertos visitan las zonas afectadas habitualmente y están en permanente contacto con las autoridades para tratar de saber si la enfermedad va en aumento. Dicen que pueden tardar años en encontrar la causa, pero prometen que no cejarán en su empeño y resolverán el misterio.

Para ello no necesitan más dinero. Sejvar no se queja de falta de financiación. "Nosotros tenemos para seguir investigando, los que necesitan el dinero son las comunidades. Estos pueblos tienen ahora un montón de niños con discapacidades, y eso supone un gran coste para las familias", explica el epidemiólogo.

En el caso de Sudán del Sur, existen además otros problemas. El país se convirtió en un nuevo Estado el año pasado. Tras la guerra civil, que duró más de 20 años (1983-2005), y un periodo de autonomía, los sudaneses del sur, cristianos, decidieron en referéndum separarse de sus hermanos del norte, musulmanes, y emprender un nuevo rumbo solos. Pero sigue habiendo tensiones en la frontera con el norte.

Y la enfermedad del cabeceo es solo una más dentro de la larga lista de enfermedades que se dan en el país: tuberculosis, sida, fiebre tifoidea, lepra, oncocercosis, dracontosis, filariasis, malaria o enfermedad del sueño. Todo está por hacer en Sudán del Sur, un país pobre pese a sus reservas de petróleo donde a todas las instituciones, también a las sanitarias, aún les queda mucho camino por recorrer.

Fuente: El País
Texto: Álvaro de Cozar



1 comentario:

Mercè Salomó dijo...

Interesante artículo!!

Bicos!

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