El paisaje ejerce de hipotética frontera. A partir de la pequeña población de Natitingou, al noroeste de Benin, el terreno se va arrugando y encrespando y las manchas boscosas se transforman en una sabana jalonada por gigantescos baobabs de aspecto fantasmagórico, ceibas de voluminosos troncos, mangos preñados de gruesos frutos sonrosados, anacardos, tecas, irocos nerés, karités, higueras, largos papayos, árboles del fuego de copas incendiadas por el rojo intenso de sus flores y euforbias de varios metros de altura.
Las ramas de los tamarindos proporcionan a los escandalosos pájaros tejedores, amarillos y cabecinegros, una percha idónea donde colgar sus nidos de cestería en permanente renovación. En un plano inferior, emergiendo de los campos de cultivo, se elevan hacia el cielo las bocas de filigrana de legiones de termiteros, cuyas formas puntiagudas recuerdan las agujas de las catedrales góticas y sobre cuyas paredes se concentra tal número de nerviosos lagartos de cabeza anaranjada que trasmiten la sensación de que esas torres de color canela tostada se desplazan por el suelo agrietado y reseco.
Acaso sea el único movimiento perceptible pues a través de las ventanillas del vehículo discurre una imagen fija, un rosario permanente de casas idénticas, de aldeas gemelas. Una uniformidad realzada por un grueso manto de polvo que lo envuelve todo como esas sábanas que protegen los muebles de las casas deshabitadas. Es el país Somba, las tierras de las "gentes que caminan desnudas", una antigua etnia de guerreros que, semiaislados en las arrugas del macizo de Atakora, frontera con Togo, han mantenido sus costumbres casi intactas, por mucho que ya no vayan desnudos, hayan reemplazado sus armas por rudimentarios arados y cayados y unos pocos se desplacen en motocicleta.
Cabañas circulares
Su seña de identidad más palpable son sus viviendas llamadas tata, pequeños castillos de arena y paja que en otros tiempos les servían para defenderse de los ataques de las fieras y, sobre todo, de los cazadores de esclavos. Estas sorprendentes construcciones, cuyos muros sobrepasan los cuatro metros de altura, se siguen levantando de forma solidaria.
Los hombres de la aldea plantan los pilares de madera y las mujeres amasan la arcilla con la que se construirán las paredes de las cabañas circulares que, una vez unidas entre sí, cerrarán el conjunto confiriéndole el aspecto de una fortaleza, rodeada por los campos de cultivo. En la planta de abajo se encierra el ganado y está la cocina. Una tosca escalera permite acceder, a través de un agujero, a la terraza, donde se distribuyen las habitaciones y los graneros.
Las variaciones entre ellas son mínimas y vienen determinadas por el número de esposas que tenga el cabeza de familia, pues cada una de ellas dispone de su propia habitación y su granero, techados con una caperuza cónica de paja que, como voluminosas cabezas despeinadas, asoman superpuestas por encima de unos muros decorados con dibujos y filigranas tallados en el barro, miméticamente reproducidos en las escarificaciones que lucen en sus rostros las mujeres y niñas. Según la tradición, para elegir el lugar donde construirán su casa, los somba tiran al aire una lanza o una flecha hasta que se clava en el suelo. Si al cabo de una semana no se ha caído, ese es el lugar idóneo.
Una cosmogonía
Para ellos, las tata son algo más que una vivienda, representan toda su cosmogonía, es el lazo que los une con sus ancestros; es también su iglesia.
Junto a la única puerta de acceso siempre se encuentra el fetiche protector de la familia, embadurnado con la sangre seca y las plumas de las ofrendas, y dentro hay un pequeño altar en honor de los antepasados, cuya relevancia es tal que, si en la casa vive un anciano, este dormirá en esa primera planta, no solo porque pueda tener dificultades para subir a la terraza sino porque se considera que ese es su sitio natural, el más cercano a los espíritus con los que no tardará en encontrarse.
Frente a las tata, muchas de ellas engalanadas con las cornamentas de los animales sacrificados, se lleva a cabo una sorprendente ceremonia ancestral. Los somba, como muchos animistas, creen que la muerte no es algo natural, se debe a un descuido del muerto o a la intervención de sortilegios o fuerzas maléficas, en cuyo caso hay que descubrir la causa antes de proceder al entierro. Por ello, cuando alguien muere, tras 48 horas de espera, llevan el cadáver hasta la puerta de su casa para que los ancianos lo interroguen.
Durante todo el proceso, las miradas permanecen fijas en los cuatro hombres que sujetan a pie firme la angarilla donde reposa el cuerpo sin vida, pues si en algún momento mueven sus cabezas hacia adelante de forma acompasada, impulsados por el espíritu del muerto, según aseguran, es la señal de que hay que buscar un responsable y hacer sacrificios adicionales. Por el contrario, si ladean sus cabezas, está claro que la muerte no ha tenido un inductor maléfico.
El país Somba limita al norte, a unos 110 kilómetros de distancia de Natitingou, con un fascinante enclave natural poco conocido: el Parque Nacional de Pendjari, una superficie de 275.000 hectáreas regadas por el caprichoso cauce del río que da nombre a esta reserva de la Biosfera.
Esta mezcla de sabana y tupido bosque fluvial, perlada de lagunas naturales, en las que abundan los hipopótamos y los cocodrilos, además de acoger un sinfín de aves, es el hábitat natural de los más representativos exponentes de la fauna salvaje africana, excepto el leopardo, y no tiene nada que envidiar a los turistizados parques de Kenia o el norte de Tanzania. En la entrada sur, junto a la población de Tanguita, es recomendable acercarse a la cascada de Tanougu, un impresionante salto de agua en dos fases, en cuyas piletas, rodeadas de una vegetación exuberante, se puede hacer frente al polvo de los caminos del Pendjari.
Texto: Pedro Cases.
No hay comentarios:
Publicar un comentario