Miles de jóvenes y parados practican en Senegal la tradicional lucha libre, que supera ya al fútbol en aficionados, para olvidar la pobreza y convertirse en ídolos nacionales
Suenan los tambores, las mujeres cantan a coro ataviadas con sus mejores vestidos y los hechiceros invocan a los espíritus para implorarles la victoria de sus favoritos. Está anocheciendo. El combate se libra en una de las muchas aldeas de Senegal, en medio de la arena, donde un círculo delimita el ring en el que dos jóvenes atléticos exhibirán sus dotes de luchadores.
Es el inicio de una fiesta que ha reunido a decenas de vecinos de las poblaciones cercanas. La llegada de los contendientes, acompañados de una colorida comitiva con atuendos tribales, amuletos y pócimas mágicas con las que untarán sus cuerpos para tentar a la suerte, desata un verdadero alborozo. Gritos, aplausos, consignas. Una danza comunitaria sirve de precalentamiento a los colosos de ébano, que no se resisten a seguir el ritmo.
Comienza el espectáculo. En un cuerpo a cuerpo, las musculosas anatomías, apenas cubiertas por un sencillo taparrabos, se entrelazan y serpentean, se tiñen de arena con el sudor, se duelen, hasta que una de las dos espaldas toca el suelo.
El ganador intentará derribar a los siguientes competidores. Los ánimos se calientan. Los luchadores se juegan mucho, no sólo el toro y la comida del trofeo, sino el honor de su pueblo y la esperanza de poder competir en los estadios de Dakar, la capital en la península de Cabo Verde, la meca de todos los aspirantes, el sueño de los senegaleses que quieren abandonar su poblado, olvidar la miseria, convertirse en ídolos nacionales, emular a Tyson (Mohamed Ndaw), ya retirado, espectacular luchador de dos metros de altura y 135 kilos de peso. Campeón absoluto de todos los torneos mundiales desde 1995 a 2002, Tyson, apodado así en homenaje al boxeador estadounidense, elevó este deporte a fenómeno de masas, hasta el punto de que cuenta con un periódico diario para informar de los eventos al público.
Ni que decir tiene que los combates en las canchas de Dakar se transmiten por televisión. El deporte de la lucha libre y los elevados cachés que alcanzan los ganadores en los estadios importantes -pueden cobrar en efectivo por una pelea hasta 150.000 euros-, ha despertado tanta pasión en Senegal que ya supera al fútbol en número de aficionados. Pero salir de la pobreza cuesta y la mayoría se queda en el camino cobrando unos míseros francos CFA, moneda de Senegal, en exhibiciones turísticas, como profesores en rudimentarios gimnasios o en fiestas locales.
Las gestas de los grandes
Los orígenes ancestrales de la lucha libre ('laamb', en el dialecto wolof) se remontan a las batallas tribales en defensa del territorio y a la costumbre de las tribus de elegir a su jefe entre los más fuertes y valientes. En muchas aldeas, esta práctica rural festeja también el fin de las cosechas. Porque, en los poblados esos jóvenes soñadores entrenan diariamente durante casi todo el año, excepto cuando llega la época de las lluvias, y todos, incluidos los luchadores más avezados, han de trabajar el campo.
Cuentan que fue un francés a quien, en la época colonial, se le ocurrió profesionalizar la lucha de los titanes negros, organizar combates en una sala de cine de su propiedad y cobrar entrada para ver el espectáculo. Sin embargo, la verdadera profesionalización comenzó en la década de los setenta, hecho que motivó el regreso a Senegal de grandes luchadores que habían salido al extranjero a perfeccionar este deporte, considerado arte por una gran mayoría de ciudadanos. Así, se crearon escuelas y comenzaron a adorar a los grandes y a cantar sus gestas, a subirlos a los altares de la fama y a convertirlos en héroes nacionales, como a Yékéni o Bombardier. Una veneración similar a la que Japón profesa a sus estrellas del sumo o los emperadores romanos a sus esclavos gladiadores. Pero el espectáculo es dinero y el dinero es capaz de transformar la esencia de los ritos más ancestrales con tal de engrosar las cifras de espectadores y, por tanto, de ganancias. Aunque se mantiene la modalidad tradicional, crece el número de adeptos de otra vertiente, la que incorpora golpes y puñetazos, morbo y sangre.
En uno de los países más pequeños y pobres de África, con 13 millones de habitantes, de los que 2,5 viven en Dakar y sus alrededores, con escasos recursos naturales y menos alfabetización, la juventud y los desempleados buscan salidas al túnel del hambre. Y han de darse prisa. En esta zona del África Occidental de donde salieron más de 24 millones de esclavos hacia Europa y América en el siglo XIX las expectativas de vida no superan los 56 años en los hombres ni los 59 en mujeres.
Fuente: Ideal.es
Texto: ISABEL F. BARBADILLO
No hay comentarios:
Publicar un comentario