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lunes, 27 de abril de 2009

Una salida para las mujeres en Ruanda

GINSENYI (Ruanda).

La hermana Ema sonríe con esa serena alegría de los que trabajan en armonía con la naturaleza y con los otros. Mira al pequeño niño ruandés que la congregación de María Auxiliadora, a la que pertenece, adoptó hace una década y dice: “Lo llamamos Cariño, porque eso le transmitimos. Queremos que él también lo brinde. Lo encontramos deambulando en el campo de refugiados de Goma, en el R.D Congo. Y está aprendiendo argentino, no español”.

Cariño es uno de los miles de huérfanos que dejó el genocidio atroz en Ruanda. Casi un millón de muertos en menos de 100 días.

Ginsenyi es una ciudad ruandesa, separada del Congo por una calle, alberga una orden religiosa que apuesta por la educación laboral de las chicas. En Ruanda, como en muchos otros países africanos, la mujer concluye estudios primarios y si carece de recursos, no puede continuar con su educación. El privilegio es siempre de los varones.

Ema Pizarro es argentina y llegó a Ruanda hace 23 años. Con mucho miedo. “Tenía un susto enorme –dice la monjita nacida en Neuquén–; había dejado a mi familia, mi casa. Vinimos cuatro hermanas de la Argentina. Dos se fueron después y una quedó en el Congo, donde todavía está.” Hasta entonces su vida como religiosa, en la que ya cumplió 40 años, había transcurrido entre la Argentina e Italia. Dice la hermana Ema –que habló para el documental argentino "Los cien días que no conmovieron al mundo", coproducido por el Instituto de Cine– que entre aquella Ruanda que conoció y ésta, lastimada profundamente por la guerra y un genocidio, la gran diferencia está en las heridas y en la mendicidad de la gente.

La orden de María Auxiliadora tiene su casa en Mujato, una bella zona de Ginsenyi donde viven unos 20.000 habitantes. Tiene hoteles internacionales a la orilla del lago Kivu, cuyo lujo deja boquiabierto .

“Aprendimos a hablar en kinyarwanda. Es la única forma de comunicarse con la gente simple. Algunos hablan francés. Sólo ahora se están divulgando el inglés y el francés”, dice Ema.

“Los ruandeses son sumamente trabajadores. Los admiré desde el primer momento, sobre todo a las mujeres sobre las cuales pesa la responsabilidad de la casa. De madrugada se las ve cultivando el campo o trabajando en los mercados.” La vida en Africa, sin electricidad, transcurre siempre entre el alba y el ocaso.

El fin de la guerra entre hutus, la clase dominante en número, y tutsis, las mayores víctimas del genocidio, sorprendió a Ema de regreso en Ruanda. Había permanecido en la Argentina dos años junto a su madre enferma. “Llegamos al campo de refugiados en Goma. Allí vi la peor miseria que puedas imaginarte. Gente que vive en casuchas de plástico, por las que pasan el agua y los bichos. Sin hacer nada todo el día y frotando piedras para hacer un fuego y cocinar. Es lo peor que vi en mi vida”, susurra Ema y todavía se acongoja.

Cuando el campo de refugiados de Goma, donde llegaban a morir 2000 personas por día que habían conseguido salir de Ruanda, se levantó, las hermanas de María Auxiliadora recuperaron su casa de Kigali, que había sido convertida en hospital por la Cruz Roja durante el genocidio. De aquella casa las monjas pasaron a Ginsenyi, con la ayuda financiera de Manos Unidas y sus hermanas españolas, que ayudaron a levantar su residencia actual.

En esta aldea fronteriza, Ema y sus cuatro hermanas religiosas dictan clases a las chicas para que encuentren en su vida una salida más digna que la miseria. “Nos especializamos en la formación de las chicas. Ese fue el trabajo que también hicimos en el campo de refugiados de Goma. Les enseñamos cocina, costura, alfabetización.

"Nos faltan recursos, pero queremos que aprendan también computación. A las chicas les damos los trabajos de la casa, como el jardin o el cultivo, para que puedan sentirse útiles con sus vidas y aprendan el trabajo". Francés, cocina y sobre todo alfabetización son las clases que la orden imparte a las jóvenes discípulas. “Creo que la costumbre ruandesa que más he incorporado es la de detenerme a conversar con la gente. Ellos tienen su tiempo para estar, para conversar…, y después uno los acompaña una parte del camino. Es gente que camina mucho”, agrega.

Texto: Susana Reinoso

Si quieres saber más:

"De Gisenyi a Ruhengeri, regreso al futuro"


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