Pasto en el monte Kilimanjaro
Kilim (montaña) y njaro (demonio que produce el frío) son las dos palabras swahili que le dan nombre. Pole pole. Dos palabras en suajili que corresponden sólo a una en español y señalan el primer mandamiento en el Kilimanjaro. Despacio. Un paso, y después otro. Segundo mandamiento: mucha agua. Tres litros al día -hervidos y potabilizados con pastillas- por prescripción de Godfrey, el guía, que parece urólogo, tal es su obsesión por el trasiego de líquido. Asegura tener un 98% de éxito con los clientes. Cualquiera lo diría viendo el personal que trepa por aquí. Tipos con kilos y años de más, sudorosos e hiperventilando. Unos 20.000 excursionistas intentan todos los años hollar Uhuru Peak (5.895 metros), el pico cimero de este volcán situado al norte de Tanzania.
No hay acuerdo sobre cuántos lo consiguen; hay fuentes que hablan de un 40-50% en la ruta Marangu, conocida como 'ruta Coca-Cola', la más directa, popular y transitada, y que las estadísticas de Rongai y Machame son mayores, pero quién sabe. Machame es más larga, más rompepiernas, pero también la que permite una mejor aclimatación a la altitud y la que regala las vistas más impresionantes sobre el Kibo, el cráter principal del Kilimanjaro. Además, se duerme en tiendas de campaña, no en refugios. Esa fue la ruta que elegimos para atacar la «gran montaña nevada» que el astrónomo griego Ptolomeo citó en el siglo II en un escrito sobre una tierra misteriosa, habitada por caníbales, situada al sur de lo que hoy es Somalia. El mito adquirió viso de realidad tras las observaciones del misionero alemán Johann Rebmann en 1849, que son recogidas por la Royal Geographical Society.
El enigma del leopardo
La selva húmeda nos ensaliva hasta llegar a los 3.000 metros de altura. La trocha embarrada serpentea entre helechos arborescentes y gigantescas coníferas desde cuyas ramas los colobos espían la romería. Por esa misma floresta, a pelo, ascendieron el geógrafo alemán Hans Meyer, el alpinista austríaco Ludwig Purtscheller y el guía local Yohana Lauwo hacia la ladera sureste, buscando un paso entre paredes imposibles y flujos de hielo, y después de atravesar el glaciar Ratzel pusieron el pie en el techo de África. Era el 6 de octubre de 1889.
En 1926, otro misionero alemán, Richard Reusch, encontró en el cráter principal el cuerpo congelado de un leopardo. El felino se convirtió en un símbolo literario cuando Ernest Hemingway publicó 'Las nieves del Kilimanjaro', un cuento que reflexiona sobre el ocaso de los días y la mortalidad y cuyo epígrafe dice: «El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve, de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre en masai es Ngáje Ngái, la Casa de Dios. Cerca de la cumbre se encuentra el cadáver seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas».
Barranco Camp (3.950 metros de altura)
Amos de la montaña
Sube la marea al alba. Una marea negra, jadeante, que no conoce el desaliento. Son los porteadores, equilibristas en los muros de roca. Algunos cargan bultos inverosímiles sobre sus cabezas. Casi todos suben con más rapidez y agilidad que el mzungu (hombre blanco) que los ha contratado y al que hidratan, alimentan y hacen la cama. Si hay un paso difícil no serán ellos los que caigan, como en las películas de Tarzán, sino el patán llegado de Occidente. Van discretamente equipados en contraste con el uniforme 'coronel Tapiocca' del primer mundo. Sin ellos, las posibilidades del 99% de los turistas serían remotas. A ellos más que a nadie pertenece la montaña.
Hemos alcanzado otro piso, de la selva lluviosa al brezal y el páramo, con sus lobelias y senecios gigantes, esas plantas que nos transportan a un mundo misterioso donde los leopardos se pierden, aquejados de mal de altura. Un entretenimiento extra: buscar referencias de picos españoles. «Estamos a la altura de Peñalara». «Alcanzamos el Almanzor, Torrecerredo, Aneto, Mulhacén, Teide...».
El paisaje entre la meseta de Shira y Barranco Camp es deslumbrante. El camino discurre entre enormes torres de lava petrificadas y laderas salpicadas de bombas volcánicas. Al llegar al campamento la bruma vespertina cede y sale el sol, descubriendo el Kibo, que parece un coloso inalcanzable con esas nieves perpetuas que sedujeron a soñadores, geógrafos y literatos. Un blanco que refulge en la distancia, un faro en mitad de la salvaje e inhóspita sabana africana. Pero el hielo tiene los días contados. Los glaciares del Kilimanjaro cubrían 12 kilómetros cuadrados hace un siglo; hoy apenas llegan a dos km2 y los científicos piensan que se habrán derretido en 2020. O sea, pasado mañana. El calentamiento global encabeza la lista de sospechosos, aunque hay quien apunta a la escasez de precipitaciones y a que el volcán, tal vez, esté despertando de nuevo.
Acampar en el Valle de Karanga es opcional, pero muy recomendable para consolidar la aclimatación y quitarse público de encima. La mayoría de montañeros sigue hasta Barafu Hut (4.600 metros), donde tendrán unas pocas horas de descanso antes de afrontar la extenuante etapa de cumbre: salida al filo de la medianoche, 1.300 metros hacia arriba y 3.000 hacia abajo, completando más de 13 horas de marcha. La escala tiene premio no sólo desde el punto de vista práctico. La temperatura suave nos permite cenar fuera de la tienda-comedor. Sopa, arroz, pollo, verdura, fruta y un termo de té. A nuestra espalda, el Kibo librando su eterna lucha con la niebla.
De frente, el Meru (4.566 metros) y la llanura tanzana bajo una luz crepuscular. En el cielo nacen las nubes, cambian de forma y desaparecen en jirones. Bajando de nuevo a tierra, letrinas aceptables (traducción de «aceptables»: que no revuelven el estómago). Quien no soporte esas pequeñas casetas de madera con un agujero en el suelo puede resolver las llamadas de la naturaleza... yendo a la naturaleza.
Ataque a la cumbre
Ataque a la cumbre
23.30 horas. Después de echarnos unas galletas y un té al coleto, iniciamos la ascensión poniendo nuestras huellas sobre las de God-frey, el guía. Pole pole, con la cámara y tres litros de agua en la mochila. La noche -esa noche impagable de África- está llena de estrellas, pero es necesario llevar la linterna frontal encendida para prevenir accidentes.
3.00 horas. Hemos superado los 5.100 metros de altitud. La cabeza empieza a doler y en uno de los maji time (paradas para beber, muy cortas para no enfriarse) nos metemos una dosis de codeína. Un pobre remedio. Detrás, la Santa Compaña procesiona en la aplastante oscuridad de la arista. Abajo, parece Navidad en Moshi y otros pueblos de la llanura. ¿Habrá alguien allí que esté pensando en la batalla que se libra en la montaña? Algunos ya la han perdido. Nos cruzamos con un guía que lleva de la mano a una mujer zombi de vuelta al campamento. Otro tipo está sentado en una roca negociando el armisticio. Dice que se marea y que está helado. Los porteadores cuentan con camillas metálicas con rueda de bici de montaña para casos extremos.
4.00 horas. 5.500 metros, más o menos, porque el altímetro puede mentir o los ojos engañar. Uno de los miembros de nuestra pequeña expedición empieza a tambalearse y a pararse a menudo para recuperar el resuello. Luego contaría que en esta hora dramática sufrió alucinaciones. En cada roca veía una sucursal de El Corte Inglés.
Tentación de abandonar
5.00 horas. Más de 5.600 metros. El dolor de cabeza no ha desaparecido y el corazón late desbocado. Mejor no contar las pulsaciones. Parada cada diez o quince pasos para estabilizar la situación. La altitud y la oscuridad nos aplastan contra el suelo. Una mirada al este, en busca del amanecer, de la luz de la esperanza, pero sólo se adivina la tortuosa silueta del Mawenzi. «Maji time», se escucha en un susurro. El agua de la botella parece un granizado con sabor a pastilla potabilizadora.
6.00 horas. «Don't sleep», exclama Godfrey. Parado, apoyado en los bastones, sorbiendo mocos convertidos en escarcha, la tentación de abandonarse es muy fuerte. Un gallego con el que nos cruzamos dice que se ha dormido en la ascensión. Tiene la cabeza ladeada, como aquel compañero del periódico al que llamábamos 'el tumbaíto'. Probablemente la inercia guió sus pasos mientras apoyaba el mentón en el pecho. Nuevo vistazo al este, a la boca del lobo. Y arriba. ¿Eso es un collado o sólo una joroba en la arista y después viene otra rampa más? «¿Eso es Stella Point?». Godfrey asiente. Stella Point, el borde del cráter, 5.795 metros. Hay quien dice basta al llegar allí.
6.55 horas. Los últimos cien metros de desnivel han sido un calvario, pero, inopinadamente, al olor del destartalado cartel de la meta, Uhuru Peak, la adrenalina le dobla el pulso al agotamiento y alguno incluso esprinta. El sol, al fin, quiebra la oscuridad e ilumina el decorado. Castillos de hielo azul se levantan sobre el rojizo lecho volcánico, y un anillo de nubes se extiende hacia el infinito por debajo del mirador del continente. De repente, a pesar de estar embotados por la hipoxia, la respuesta a Hemingway se revela clara como el amanecer. Ya sabemos lo que buscaba el leopardo en estas alturas.
Fuentes:
Texto: Miguel Ángel Barroso
Si quieres saber más:
Diario de Viajes: Kilimanjaro. La marea Negra
Fuentes:
Texto: Miguel Ángel Barroso
Si quieres saber más:
Diario de Viajes: Kilimanjaro. La marea Negra
3 comentarios:
Precioso!!!!!
Paloma
Tiene que ser increible.
Me ha encantado la descripción.
Saludos.
FAMILIA COLORIN
Es increible la cantidad de lugares maravillosos que existen en este continente que a mi personalmente no deja de sorprenderme.
Bicos
Fátima
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