El área alrededor de Kichanga está llena de colinas, es verde y fértil. Pero Sarah Makelele no tiene ojos para la belleza del paisaje en el este del Congo. Sólo ve los toldos de plástico con el logo azul del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), estirados sobre precarias construcciones de madera. Y la tierra reblandecida, y al resto de personas que compiten con ella por un techo bajo el que cobijarse, y por un puñado de harina o frijoles. Makelele tiene 34 años, pero aparenta 50, agotada y enjuta como está.
"Hace sólo dos días llegamos de otro campo de refugiados en Masisi", dice y apunta a un pequeño grupo de desplazados. "Las FDLR atacaron el campo, por eso tuvimos que huir otra vez". Para muchas personas en Kivu, en el este de la República Democrática del Congo, la huida es parte constante de sus vidas desde hace 15 años. Las FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda) son una milicia hutu, que huyó hacia el país conocido entonces como Zaire tras el genocidio en Ruanda en 1994. Muchos de los milicianos estuvieron implicados en la masacre contra unos 800.000 tutsis y hutus moderados.
En Congo, la milicia es parte de los temidos grupos rebeldes, que aterrorizan a la población con asesinatos y violaciones. Makelele no ha estado en su pueblo natal, ubicado al norte de Masisi, desde hace más de dos años. El pasado otoño (austral) llegó hasta la capital provincial Goma huyendo de una ofensiva de la milicia CNDP del general tutsi Laurent Nkunda, entre tanto integrada en el Ejército nacional. Ahora está en Kichanga, el antiguo bastión de Nkunda, en el que también estaba su cuartel general. El campo de refugiados en las afueras de la pequeña localidad se ha llenado rápidamente con desplazados, que llegan portando lo básico. Un colchón de espuma, un poco de ropa, utensilios de cocina. Tras años de huidas eso es todo lo que poseen muchos de los 1,3 millones de refugiados en el este del Congo. Para Makelele, así como para el resto de recién llegados, lo más importante es registrarse lo más pronto posible como nuevos habitantes del campo. Sin el documento que lo acredita, son excluidos de la repartición de alimentos, y la única esperanza sería encontrar trabajo con los campesinos del lugar, que les pagan en especies.
"Aquí no hay muchos indicios de solidaridad", dice Makelele, encogiendo los hombros. "La mayoría no tiene de por sí suficiente como para regalar algo". Jules Mukenyezi, médico en el hospital de Sait Benoit en Kichanga, ve él mismo a diario las consecuencias de las carencias en el abastecimiento. "Desde hace meses tratamos aquí a muchos niños con problemas de desnutrición", dice. "La mayoría de ellos no son de Kichanga, sino vienen de los campos de acogida". Nada ha cambiado tampoco en Goma, donde sólo en los cinco campos "oficiales" viven unos 120.000 refugiados, respecto a la miseria en la que viven los desplazados.
Sobre todo desde que la crisis en el este del Congo dejó de ocupar los titulares de los medios tras la detención del general Nkunda el pasado enero. Adéle Mirafunane caminó ocho kilómetros desde su propio campo de acogida hasta el de Mugungu I, donde Cáritas repartió frijoles, harina y leche en polvo. Espera que alguien se compadezca y le dé algo para poder alimentar a sus cinco hijos. "Las raciones simplemente no alcanzan", dice, desesperada. Ahora, en la época de lluvias, la situación de los refugiados es incluso más difícil, ya que muchos de ellos duermen a la intemperie.
Niños en harapos deambulan en el área cercada con cuerdas, en el que las fuerzas de seguridad reparten los alimentos, provistos de garrotes. Si los hombres se descuidan, los niños arrancan a la carrera para tomar en sus manos ávidas un poco de harina o un puñado de legumbres. Y se ríen sin consiguen escapar a los porrazos. Para los niños, que apenas si conocen la vida fuera de los campos de acogida, se trata de un juego. Un juego en la lucha diaria por la supervivencia.
Fuente: Eva Krafczyk
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